Un
gato loco en la oscuridad
Acuérdate
que siempre te adoré,
no dejes que me pierda en mi pobreza;
ya todo lo que tuve se me fue,
si tú también te vas me lleva la tristeza.
José
Alfredo Jiménez
I.
-Eres una cuzca -dijo Tano.
Artemisa saltó de la cama y se le enfrentó altiva, echaba
lumbre por los senos que le apuntaban directo a la cara, siempre tan
tiernos con él y ahora como dagas amenazadoras, desafiantes.
-Paras el culo para lo más roña que pueda haber en el
mundo... ¡Cuzca! -añadió tendido sobre la cama cuan
largo y escasamente ancho era, con una mano (la diestra) bajo la cabeza
y con la izquierda sosteniendo un cigarrillo del cual desprendía
blancas y gruesas volutas.
-Nalga fácil...¡Puta! -se lanzó Cayetano con la
estocada a fondo.
Entonces la dulce Artemisa, la Misha que le llamaba "mi bebé"
y depositaba los breves pezones en sus labios y le acariciaba la testa
y se inclinaba sobre su miembro y le besaba con cremosa dulzura; la
que un día le bautizó a esta parte del mundo Narizoncito,
mi muñequito enorme; la que lo defendía a capa y espada
ante las habladurías de la jauría laboral, ahora se cruzó
de brazos.... desafiante.
Pero antes fue la chavita lurias de la oficina del Octavo Piso del diario
en el que laboraban, la que parecía mosquita muerta con su cara
de chíngame dos varos, porque nomás traigo uno pero eres
capaz; la que cuando él, Tano, rompió sus miedos y la
abrazó directo -al tiempo que la besaba y metía su lengua
entre los dientes y le afilaba el placer-, le frotaba casi con furia
el montículo de su entrepierna enmezclillada y le ofreció
los senos hasta donde sus manos calientes habían llegado por
debajo de la blusa y del sostén.
La sabía virgen y dispuesta casi para mártir a hierro
candente perecer, ya la soñaba con las ingles empapadas de sus
propios jugos y del espeso y opalino semen de él: desconocido
lujurioso dejándole ir todo un monstruo -dijo ella
y él sonrió agradecido a la almohada- que la hizo desfallecer
(al principio de dolor que trajo sangre consigo, y luego de placer al
sentir sus movimientos)...
Misha se cruzó de brazos.... Y luego, estalló:
-¡Ahhh nooo: me perdonas pero eso sí que no me lo puedes
decir! Puta nomás contigo, si es que ser puta es quererte como
te quiero: con nadie más, y te juro por esta cruz que así
es, hijo de la chingada; más que puta, pendeja una que anda haciéndole
al cuento con la fidelidad y esas mamadas, pero ahora: se acaba y te
me vas mucho a la chingada, porque son poca madre tus palabras: si bien
sabes que contigo empecé y contigo aprendí a querer al
mundo, a ver a mi alrededor, a que me pusieras el dedo en la llaga y
yo lo besara, pendeja de mí, como si fuera un objeto sagrado:
porque eso es para mí: la parte donde te concentras y me la das
hasta las amigdalas, hasta el alma misma; pero te pudres, cabrón:
te me vas mucho... Nooo, mejor quien se va mucho ¡pero a la chingada!
soy yo...
Misha detuvo en seco su perorata, le miró con ojos de pistola,
casi-casi de rifle de los llamados cuerno de chivo, y agregó
para que no cupiera duda:
-No-no, nooo-no-nooo, ya te dije: quien se va mucho a la chingada...
soy yo -añadió y dos lágrimas quemaron sus ojos
y se evaporaron, mientras iba de aquí para allá recogiendo
sus prendas de vestir y alejando con la punta del pie las de Tano, que
se le cruzaban en el camino
-Te vas de mi lado porque eres cobarde/ y porque le temes a mi situación
-tarareó Tano y conciliador agregó-: pinche escuincla
pendeja y de pilón orinacalzones. Te quiero. Y te vas, madres:
todavía ni de madrugada es...
-Y qué-y-qué-y-queeé -respondió Artemisa
pese a su postura, agachada sobre el lavabo, cepillándose los
dientes y escupiendo en el bidet, ese extraño artefacto higiénico,
tránsfuga de alguna vieja película francesa-. No será
la primera ni la última vez. Acuérdate que por llegar
de madrugada a mi casa me eché broncas con mis papás,
hasta que me salí de mi casa, por ti y para qué: para
esto...
Afuera del hotel la lluvia deslavaba paredes y un danzón se deslizaba
entre el sopor de la noche abochornada. Un par de borrachos discutía
acerca de los resultados del futbol y de la posibilidad de que el dinero
les alcanzara para otro par de tragos.
-No te aceleres, Misha... Te comportas a lo pendejo, mi amor...
-Y qué-y-qué-y-quéeee -repetían los diecinueve
emberrinchados años de Artemisa, mientras guardaba en una maleta
sus pertenencias-. Además, ya no soy tu amor.
-A güevo que sí, aunque me duela uno y la mitad del otro.
Yo nomás lo que digo, y conste que no me hago pendejo, es que
si le diste las nalgas a ese otro culero y ya hicimos las paces, mínimo
hay que usar condón hasta que sepamos qué onda: pinche
mono, se la pasa de putañero en los burdeles y no vaya a ser
el diablo del sida que se le pegue. Vamos, nos hacemos el examen y papas:
según lo que resulte vemos cómo le hacemos para lo nuestro...
Ya me dolió todo lo que debería de dolerme de que me hayas
visto la cara. Ya chillé, patalié de celos, quise matarte
y rebanarte en pedacitos y darte de comida a los perritos; me empedé
hasta que no era yo alcoholizado, sino alcohol con yo de ribete, y me
vomité, cagué, volví a guacarear y me batí
de mocos la cara y me embarré de mierda los calzones de tanta
inconsciencia, hasta que llegué al fondo; pero ahora sé
que te amo, Misha culera, ojeta, rabalera, hija de reputa a la que adoro
pero sí: sí me quiero un tantito y todo lo que te pido
es que, si le vamos a seguir poniendo Jorge al niño, si nos vamos
a vaciar uno por obra y gracia del otro, ¡papas! pero nomás
te pido eso, que usemos condón, globito, paraguas, guantecito,
mientras sabemos qué onda... Ora que si te emperras en largarte
mucho a la chingada, nomás te pido: aguántate un ratito,
duérmete, luego almorzamos en la fonda de la Mago y con la barriga
llena discutimos lo que quieras, pero sin aceleres... Te pasas...
-Y qué-y-qué-y-quééé -repetía
como disco rayado Artemisa y paraba la trompita carnosa, enfadada, mientras
en la radio, paradójicamente, sonaba un merengue:
Dime niña quién te besó
a la orilla de la empalizá,
que tu mama tuvo la culpa
que la justicia no hiciera ná...
Tano hablaba
y Artemisa se peinaba con furia frente al espejo, desnuda, irguiendo
los brevísimos senos. En el reflejo él advertía
el abundante vello rizado que cubría su sexo, y por detrás
admiraba en el cuerpo la mata de vellos que sobresalía de entre
la parte baja de sus nalgas.
Ahhh, la bella infanta Artemisa poniendo, ¿ahora sí en
serio?, punto final a esta relación. ¿Ahora sí?
Porque en otras ocasiones y después de salvajes discusiones salpicadas
con brotes de violencia: tirones de cabellos, mordidas en las nalgas,
puños sobre la espalda y cachetadas, terminaban amándose
como si fuese la última vez.
Llegaron a separarse en algunas ocasiones, pero Tano o ella daban su
brazo a torcer.
Pero esta vez, Artemisa parecía muy decidida...
Fueron seis años de acudir con Tano a ese hotel enclavado en
la zona de los periódicos nacionales, a unos pasos del Paseo
de la Reforma por donde los travestis pululan ofreciéndose como
mercancía con el mínimo de ropa. En las cercanías
era posible captar el constante frenar de traileres que circulaban por
los alrededores conduciendo enormes rollos y rollos de papel para los
rollos de los diarios.
-Te digo: aguanta un ratito... Te pasas, de plano te pasas...
Seis años...
La magia de cada reencuentro fecunda a la imaginación y a la
tortuosa angustia de la espera por cuestiones productivas en el diario
que calla lo que otros dicen o por encabronamientos, la
suplen nuevas prácticas que estremecen el hotel que Tano y Artemisa
ya consideran y llaman la casa.
-¿Vamos a la casa, pécora de mis ojeras y taquicardias?
-Vamos, pero nada más a dormir, ¿eh? -respondía
y le guiñaba un ojo.
-Pues claro que no. Mejor dime que no vamos a coger.
-Nada más poquito, pero bastante -le sigue ella la corriente
de la conversación, abrazados bajo la tenue lluvia que apresura
el paso del resto de la gente, comunes mortales para ellos que se dirigen
a la pieza donde la obligación queda relegada por el mutuo deseo.
-¿Qué vamos a hacer? -inquiere ella y agudiza el placer
de ambos la inminente entrega.
-Nada más lo que tú quieras -contesta él y ya sonríe
al recordar que ella siempre aduce lo contrario o recurre al halago:
-Lo que tú quieras, mejor tú me enseñas...
Cuidado con los baches y coladeras destapadas. Qué gusto de agarrarme
las nalgas en la calle, van a pensar que soy jotolín. Conmigo
sí, ¿cuándo te habían metido un dedo en
el hoyito, mi amor?, dice y abre las compuertas de la risa. Hojas de
papel volando se adhieren a las paredes y resbalan como marsopas fulminadas.
Fugaces sombras de roedores cruzan la solitaria calle cintilante, iluminada
por las intermitencias del letrero que pende al fondo de la calle: "Hotel
Garage".
II
El ritual de entrada parece igual al de anteriores ocasiones. Pero ya
no sienten la necesidad de apresurarse, de que ella permanezca fuera
de la vista del administrador de llaves, dizque apenada.
El administrador: en sus manos está el acceso a la intimidad,
es cómplice declarado y el alquiler que recibe sin solicitarlo
(aunque puede informar de su monto) sólo es parte del ritual
que puede incluir solicitud de bebidas, toallas y jabón.
Ahora trasponen la puerta, juegan a que se tocan con mayor cadencia
y amplitud de zonas, confiados en que nadie los mira y si así
fuera, qué. Están en otra parte del mundo, asumen nuevas
perspectivas y suben las escalinatas alfombradas con falsa piel de tigre
para ahogar los pasos de tigres y hembras que aquí concurren.
Ella se derrite en sus efluvios cremosos y aromáticos; él
se siente incómodo por la erección que no cede.
Apenas cierran tras de sí la puerta, reinician los escarceos
que incluyen el arribo a la desnudez para encontrarse piel a piel; activan
el encendido de la televisión como una barrera más ante
el exterior.
Afloran trilladas palabras y sin embargo impactantes porque los muros
tienen la palabra y los cercan para que hallen la cercanía. Incendiarias
peticiones de ella que él acepta complacer porque sabe que Artemisa
se esmerará en seguirle el paso e incluso superarlo, y para muestra
está su lengua: con los dedos crispados lo toma de los cabellos
y le besa hasta la garganta profunda y él siente que le sorbió
el alma y para que se la recupere le atenaza las nalgas y deja que las
manos se deslicen desde el cuello -hizo a un lado la cabellera de bucles
negrosnegrosnegros, intensos y sedosos- y se solacen en las truncas
alas de ángel que, dicen, son los omóplatos de las mujeres,
y desciendan hasta la bifurcación de esas rotundas nalgas que
no se cansa de pronunciar, y sienta el tibio calor que de ellas emana,
que de entre ellas Artemisa desprende para darle cobijo al ser que frente
a ella se enhiesta, le humedece el ombligo con una lágrima de
cíclope y tirita topando contra el muelle vellón azabache
-tan rizado como la cabellera-, tirita para urgir a que le cedan el
paso y quiere sentirse inmerso desde ayer y navegar entre esas aguas
densas que ya le fluyen a Artemisa por la entrepiernas y él las
siente tan calientes que le da más frío.
-Ven -le tiende los brazos Artemisa.
-Voy -los recibe Tano y se deja conducir. Casi en silencio.
Con un leve desliz de las manos lo detiene, le echa los brazos al cuello
y mejora el beso que lo dejó sin alma. Pero ahora no la devuelve:
porque lo tiene de pie a la orilla de la cama, vuelve a tenderse sobre
de ella, abre las piernas al máximo y entonces Tano recibe una
descarga de un algo así como quién sabe qué, cuando
mira en el vértice a la oscura golondrina de alas extendidas
que le entra por los ojos y cimbra su razón, no sin antes advertir
la sonrisa de Misha y sus ojos vidriados tras del ángulo que
forman las extremidades y pronunciar la palabra mágica:
-Ven...
Y en seguida:
-Mámamela... Mámame...
Remata la orden con una sonrisa que desarma a Tano y lo hace abalanzarse
con los labios cálidos a explorar aquel misterio que ella entreabre
con los dedos de ambas manos para que aparezca la carne viva, a la que
él acude como si fuese vertical rebanada de sandía, loca
alegría con la cual saciar la sed, la necesidad de este salobre,
denso, caliginoso líquido donde la lengua hurga con saltitos
arribayabajo, izquierdayderecha hasta que el aliento ausente le confiere
fuerzas para subir las rodillas al lecho, girarse lo suficiente y ofrecer
a la también experta lengua de Artemisa al Narizoncito que recibe
la cavidad bucal con un suspiro y soporta tal racha de placer hasta
que no puede más y se deja ir y está al borde de la asfixia,
pues Artemisa responde con la misma moneda y el paroxismo le contrae
los músculos de la entrepierna y es como si quisiera llevar a
Tano hasta lo más infinito de sí, cálido y húmedo.
III
La noche está abochornada; se humedeció la cara con la
llovizna. Lacios, los cuerpos inician un vaivén suspendido en
el tiempo, en cámara lenta; las transpiraciones se confunden,
sucumben las delicadezas civilizadas y asoma la animalidad, pero la
cadencia del vals que ambos tararean, que los amantes sostienen, le
confiere ternura, pasión, ansiosa búsqueda de la plenitud,
del supremo contacto, de la cadencia al fin descubierta pero dosificada
con la pretensión de eternizarlas.
-Apriétame, llévame contigo en uuuno-dos-unooo, vuelta,
valseo... Así, así nada más.
-Así -contesta él como eco.
Cuando pasan frente al espejo, él la detiene y se embelezan con
la figura que han creado, se frotan nariz con nariz y se mecen arrullándose
en suave oleaje que luego transforman en tempestad. Les da curiosidad
cuanto ruido proviene de la recámara superior, pero sólo
sonríen y miran al cielo raso... y siguen en su valseo.
-Dame la lengua...
Él obedece. Y luces cintilantes se le instalan en el cerebro.
El dolor del abrazo les provoca corrientes de pasión, y ella
que decía:
-Soy más tierna que apasionada.
Ella, que decía eso, demuestra lo contrario, conduce el acto
por toda la recámara, da indicaciones:
-Este paso hacia la izquierda, no te despegues... Así, derecha...
uuuno-dos-unooo, vuelta, valseo... Así... Apriétame, llévame
contigo en uuuno-dos-unooo, vuelta, valseo... Así, así
nada más -clama Misha y se conduce apretando entre sus piernas
el pene de Tano.
El vals cambia a danza propiciatoria.
El sudor se lo frotan ambos en el pecho: reactiva, incrementa la sensibilidad
de la zona, endurece con furia los pezones, invade todos los resquicios
y es bueno para que los torsos sean explorados por manos en ocasiones
crispadas pero con sabiduría contenidas y vueltas caricia, exploradoras
del mapa que asciende hasta ser nalgas que se mueven en círculo
y reciben a las palmas ardientes; mientras, el ritmo se devuelve a la
calma del vals e incluso suele llegar al nulo movimiento, combinado
con la absorción del aliento del otro como si fuesen inspiraciones
de vida.
Artemisa gime, grita de placer y él gruñe, bufa, resopla.
Y entonces cesan los ruidos de los cuartos vecinos. Y ellos reinician
la invención de los siameses que son.
Afuera, la lluvia golpetea sobre un techo de lámina. Desde un
radio vecino la música tropical desparrama: es rock de los campos
de algodón sureño USA y también mambo de Cubita
la bella y chachachá de allá mismo y boleros en voz del
gran Jibarito Anacobero, Daniel Santos:
Perdón,
vida de mi vida,
perdón, si es que te he ofendido...
IV
-Gracias, hoy no tomo -les dice Tano.
-¿Qué le pasa, mi último bohemio de aflicción?
-pregunta Meni.
-Algo grueso se trae, ése... Enamorado... puede ser que me lo
traigan cacheteando la banqueta, arrastrando la cobija, ¿no?
-¡Sácate a la mierda! -responde y coge sus cosas, deja
la botana intacta y un billete-. La vemos, ahí se ven.
-Órale -contestan Chucho y Quique nomás porque sí.
Descubre que, ¿inconscientemente?, está en el mismo barrio
donde las noches con Artemisa eran eternas vigilias amorosas endulzadas
con pausas de lecturas en voz alta, pláticas del día,
juegos con remedo de voces infantiles: mamoch a vel quen tene máchs
cochquillachs, de dame tu lengua y hachemos un nudo, y: dame la patita
adorable: nochs chupamos desde el dedo chiquito y el chiquito hasta
el goldis, pachando pol tuch talones y tobilloch...
A ella le encantaba que le provocara orgasmos sorbiendo con los labios
adheridos a su ombligo, desde donde descendía un hilito de finos
vellos que desembocaban en el Delta de Venus, y pedía que le
diera mordiditas alrededor y la lengua exploraba la cicatriz umbilical
mientras ella gemía exaltados:
-¡Cabroncito: ¿sabes cuánto te quiero, cabroncito?!
Así-así, mal-di-to: cuando dices te amo, yo te amo ibidem-ibidem,
maldito este: ahorita verás lo que te voy a hacer, ancianito,
viejo rabo verde libidinoso.
Y él, 41 años de edad (aunque siempre decía que
tenía o cuarenta más uno o cuarenta y dos menos uno, delgado,
greñas crecidas al ai se se va, con las primeras canas que rebeldes
se erizan lo mismo que en la barba que en los bigotes e incluso en los
testículos, se deja dibujar las flores que eran sus labios en
la espalda y también desde los talones hasta las tres arrugas
de la frente y en el cuerpo todo; y la dejaba que trazara miles de microsurcos
con los hilos de su musgosa cabellera de negros y brillantes rizos deslizándose
por sus brazos, el pecho, las piernas...
-Ahorita verás lo que te voy a hacer....
Y le cubría la cara a besos diminutos como dulces aguijones;
y ella se prendía a su totalidad y él viraba y reviraba,
pagaba con la misma moneda hasta que sus efluvios se hacían uno
con la saliva hirviente de cada quien.
Laxitud, suspiros; manos que retiran cabellos de la cara, pilosidades
de la lengua; y luego, ronca por los alaridos que le llegaron desde
el ombligo, y jadeantes ambos jalan aire con leve sabor a éter
y reposan -antes de entregarse al abrazo que les ponía en contacto
con su más profunda piel- leyendo al poeta de Los amorosos, prodigándose
una y otra vez -así, envergada como está; así,
devorado como es- aquellos versos que a ella le salen con tanta ternura,
pasión, los de No es que muera de amor, muero de ti. Muero de
ti, amor, de amor de ti, de urgencia mía de mi piel de ti, de
mi alma de ti y de mi boca y del insoportable que soy yo sin ti.
Se juraban y maldecían y envueltas en carcajadas volaban las
almohadas y las sábanas se convertían en tiendas sajarauíes
y allí se buscaban los labios y se encontraban los sexos y con
dedos que deseaban de terciopelo iniciaban un rudo vaivén sobre
la piel del otro que culminaba en abrazo enfebrecido y desfallecían
con lárguísimos suspiros que en breve les darían
más energía y horas para el deleite.
Sin embargo, un largo y estrecho abrazo con profundos besos a las afueras
de un hotel de paso, y una petición de tregua, los tiene separados.
-Más vale... Ya nos peleamos mucho, a cada rato -justificaba
Misha.
Y él camina por las calles como ebrio, quiere encontrarla y anda
atontado; tropieza con la muchedumbre, siente que le arrojan al vacío
más terrible: el de la ausencia de Artemisa.
Frecuenta aquellos cafés, no podía faltar el de chinos,
donde entrelazaban sus manos, seleccionaban del magro menú, y
se convidaban chocolates, dulces y chicles mentolados de boca a boca.
Frecuenta las calles por donde deambularon abrazados, los parques y
jardines donde hacían altos para seguirse besando, también
las esquinas solitarias de las que se adueñaban, y las paradas
de los camiones donde subían o bajaban...
En el vagón del metro la multitud lo rodea y Tano se siente solo.
Estación terminal: los pasajeros se atropellan para ganar escaleras
abajo. Tano finge dormir, aunque no falta el acomedido que le zarandea
un brazo para sacarlo del sueño ficticio. Voltea hacia los pasillos
del metro donde creyó ver a Artemisa, esa escuincla que lo trae
de un ala.
Pero no es y más se obstina en reencontrarla, aunque sabe el
plazo: fue como un poema de Cavafis:
Un día,
a las cuatro,
nos separamos por sólo una semana.
Ay! esa semana dura todavía.
Por eso trae intermitentes mordiscos en el estómago y punzadas
en el corazón. Calor y frío. Arde. No se halla. Escalofrío.
La evoca y aparece Artemisa ahí. Misha en la zona de la memoria
donde -per secula secularun- ambos se conservan y reencuentran, en verdad
se tocan sin que nadie se moleste ni dé cuenta.
En la memoria hacen realidad su ideal de amor aislado... Pero no se
hallan.
Y él anda como un gato loco en la oscuridad.
Un gato enamorado
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